martes, 14 de octubre de 2014

Las voces de la CF, esos videntes


CIENCIA FICCIÓN

Una vindicación de lo (im)posible

octubre 14, 2014 ⋅ 0 Comentarios

CFICCION_ENTRADA



El escritor, editor y gestor cultural rafaelino Jonatan Lipner reflexiona en torno a la verosimilitud externa y la riqueza de un género que, masificado por el cine y la TV, tiene tanto feligreses como detractores. Fotografía: Daemonium

Por Jonatan Lipner


Especial de El Escupitajo de Oro para NaN
No mucha gente lo sabe. Cuando yo me enteré, me sentí muy mal. Mal por darme cuenta de todo el tiempo que había pasado ignorando algo tan terrible. Mal por haber creído algo equivocado, y haber estirado el dedo acusador, la risa burlona, cuando en realidad el error era mío. Pero sobre todo, me sentí muy mal por todos los amigos y conocidos que escriben ciencia ficción, que se desviven por la ciencia ficción, que la sienten encarnada en ellos. Quiero aprovechar, antes de proseguir con este texto, para pedirles disculpas. Para reconocerles su trabajo. Para decirles que me solidarizo con ellos por el mal que los aqueja. Y para pedirles que nunca se detengan, a pesar de todo.
No sé si a ustedes les va a afectar tanto como a mí. Es probable que ustedes ya lo sepan; no sería la primera vez que soy el último en enterarme. Pero si no lo saben, también es posible que lo asimilen como la mayor obviedad del universo. Es lo que suele pasar, pero soy un ferviente creyente de que las obviedades deben ser dichas. Y por eso lo digo. Se los digo: todo lo que cuentan los autores de ciencia ficción es cierto. Absolutamente todo. No existen obras de ciencia ficción, de ésas que te hablan de naves espaciales, de mundos posnucleares, de robots asesinos, que estén equivocadas. Todas, incluso aquéllas que se escribieron dos siglos atrás y que te contaban que en el año dos mil íbamos a viajar a Andrómeda, dicen la verdad.
Ya lo sé. No me creen. Leyeron esas historias, vieron Terminator 2 y esperaron que en 1997 volara todo pero nada voló. Esperaron que una misión secreta alcanzara al monolito en 2001 y no pasó. Capaz esperen, como yo, que el año que viene se masifiquen los autos voladores y la ropa que se ajusta sola y que los chicos anden en patinetas flotantes; pero tampoco guardan demasiada fe. Se sienten decepcionados. Sienten que la ciencia ficción no es más que un conjunto de mentiras, de cuentos, que simplemente es un fraude, más o menos elaborado, que podía engañar a los lectores del pasado a través de su novedad, pero que ahora está completamente anulado, contenido, despojado de su poder. Y ahora vengo yo y les digo que no, que éso no es verdad. Que todas las películas, las novelas, los cuentos y los radioteatros de ciencia ficción que conocen siempre fueron ciertos. Que la ciencia ficción, en realidad, nunca fue ficción.
Ahí les va a surgir, naturalmente, la pregunta: ¿por qué entonces, si todas las historias de ciencia ficción dicen la verdad, la gran mayoría de las cosas que cuentan no pasaron, o pasaron de maneras muy diferentes, o mucho más tarde de lo que habían dicho? La respuesta, aunque simple, es desoladora. Cada vez que un autor de ciencia ficción recibe, de los dioses, de las musas, de algún viajero del tiempo, un relato sobre lo que está por venir, se enfrenta a una paradoja implacable: contar el futuro implica necesariamente transformarlo. En este universo, caótico, cuántico, incierto, toda predicción tiene la capacidad de colapsar la función de onda de su propia profecía y, de esta manera, no hace más que traicionarla, que volverla inevitablemente equivocada.
Van a argumentar que las voces de la ciencia ficción podrían no contar nada de lo que ven, que podrían guardarse sus profecías hasta el momento en que los hechos ocurriesen. Semejante absurdo solamente puede venir de la gente sin fe.
Verán, entonces, qué terrible es el destino del autor o la autora de ciencia ficción. Verán con claridad cuál es su dilema. ¿Debe la voz de la ciencia ficción, frente a la certeza de un futuro maravilloso o terrible, pronunciarse, contar lo que le llegó? Si su visión fue la de un futuro promisorio, al contarlo estaría anulando para siempre lo que vio, nos estaría privando de su maravilla. Y si se trata de un futuro oscuro, ¿qué le asegura que su pronunciamiento no termine, en realidad, empeorando el cuadro? ¿Que los alienígenas que pensaban invadirnos en el año tres mil no se adelanten, al conocer su historia, y lleguen la semana que viene, cuando nuestra tecnología es todavía menos capaz de hacerles frente? La voz que se dedica a la ciencia ficción atraviesa este calvario todos los días.
Y no le hace mucho favor el hecho de que, frente a semejante tarea, nosotros le hagamos pasar las de Casandra. Frente a su abnegación, frente a su riesgo, el público responde con risas, con burlas, le echa en cara sus errores. ¿De cuántos oscuros destinos nos habrá salvado la voz distópica, que nos hacía esclavos o directamente nos arrasaba de la faz del planeta? ¿Qué tan duro habrá sido para la voz que profetizó la cura de todos los males saber que nos privaba de aquello?
No faltarán, por supuesto, los que digan que exagero o que estoy equivocado. Van a argumentar que, tranquilamente, las voces de la ciencia ficción podrían no contar nada de lo que ven, que podrían guardarse sus profecías hasta el momento en que los hechos ocurriesen. Semejante absurdo solamente puede venir de la gente sin fe. ¿Qué sentido tiene, a fin de cuentas, realizar una profecía, si se la va a mantener oculta hasta el momento en que ocurra?
No, las voces de la ciencia ficción, esos videntes que día a día se enfrentan con el futuro, con las posibilidades, con los mundos que ya nunca más podremos ser, o no al menos como los imaginaron; los despreciados, los enviados a la colectora de las artes, los que en el infierno van a caminar con el rostro volteado hacia atrás. Yo los saludo, les pido disculpas por no haber entendido nunca su compleja existencia y les prometo que el día que me muera voy a llevarme conmigo un espejo.

Así, cuando esté en el infierno, voy a ir tras ustedes para que juntos burlemos su condena.


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